Siempre
he sentido fascinación por los grandes árboles, seres inanimados capaces de
cumplir 100, 500,1000 años y seguir creciendo y fructificando como si fueran
jovencitos brinzales1. Seguramente es envidiada por esa victoria sobre el
tiempo. Quizá también sea admiración ante tan fieles testigos mudos de miles de
nuestras grandes y pequeñas historias.
Pudo
tener la culpa el ciprés de Silos, ese ”enhiesto surtido de sombra y sueño” que
conocí de niño